Por Mabel Causarano
El 1992 tuvo resonancia internacional, al cumplirse, el 12 de octubre, cinco siglos de la conquista y posterior colonización del continente americano. Para el Paraguay, ese año marcó dos hitos que implicaron cambios estructurales: el primero, vino de la mano de la nueva Constitución de la República y se trata en otro artículo; el segundo fue relevado por el Censo Nacional de Población y Viviendas.
La Constitución de 1992, a la par que garantizó el cumplimiento de los derechos políticos, sociales, económicos, culturales y ambientales, sancionó un cambio radical en la estructura del Estado, al establecer la descentralización político – administrativa, en el marco de un Estado social de derecho, de carácter unitario. Los constituyentes expresaron la voluntad de distribuir territorialmente el poder mediante la elección popular de los gobiernos departamentales y municipales.
Ese mismo año, el Censo Nacional arrojó un resultado sobre la estructura poblacional, de fuerte implicancia para el país: por primera vez la población urbana superó a la rural, tendencia que se fue reforzando en los años siguientes. La imagen de un país predominantemente campesino tuvo que ceder paso a la de un territorio marcado por flujos migratorios que concentraron a la población en antiguos y nuevos centros urbanos.
LA DESCENTRALIZACIÓN POLÍTICO – ADMINISTRATIVA
Cambio en la estructura del Estado
La República paraguaya nació y se mantuvo por 181 años como Estado unitario y fuertemente centralizado. La condición unitaria está dada por la presencia de un único centro de poder político que actúa sobre la totalidad del territorio, un solo poder legislativo, cuyas leyes rigen para todo el país, y un solo poder judicial, cuya jurisdicción tiene alcance nacional. La centralización implica la existencia de un centro de poder que concentra todas las competencias y funciones relativas a la administración del estado y del cual emanan todas las decisiones de políticas públicas.
A partir de la gesta de mayo de 1811, el estado paraguayo conservó ambas características, hasta que la Constitución de 1992 introdujo la descentralización político – administrativa y, con ella, una nueva forma de gobernar el territorio, si bien conservando la condición unitaria del estado. La descentralización se aplicó a un país con fuertes desequilibrios territoriales entre las dos regiones geográficas y al interior de las mismas, que aún se expresan en la dispar distribución de la población, la asimetría en la accesibilidad a los servicios básicos, en la disponibilidad de infraestructura de comunicación y en la generación de fuentes de trabajo.
El centralismo estatal influyó no sólo en la práctica política sino modeló los patrones culturales en lo que atañe a la relación entre el estado y la sociedad, lo cual ha complejizado el proceso de descentralización. En efecto, esta no se limita a la distribución del poder político entre autoridades electas en los departamentos y municipios; para que resulte efectiva y fortalezca el proceso democrático, debe instalar prácticas que fomenten, junto con la adquisición de nuevas funciones, también la asunción de las respectivas responsabilidades y las capacidades para gobernar los ámbitos territoriales descentralizados. En otros términos, para que la autonomía política actúe como factor de desarrollo, son requisitos la capacidad para activar las sociedades locales y la responsabilidad para asumir y desempeñar las competencias que demandan los procesos de desarrollo.
Transcurridos 18 años de ejercicio de la descentralización, los desequilibrios territoriales no han desaparecido. Según el Censo Nacional de Población y Vivienda de 2002, el 57% de la población y el 84% de la población urbana total se concentran en las regiones metropolitanas de Asunción, Ciudad del Este y Encarnación.
La urbanización seguirá avanzando en los próximos años, pero no lo hará con tanta fuerza la concentración en las cabeceras metropolitanas ni en los municipios aledaños. Nuevos fenómenos, como el de la presencia de centros de formación terciaria en numerosas localidades del país y la movilidad a través de la motocicleta, están fijando población en las cabeceras urbanas de las localidades de proveniencia de los estudiantes y trabajadores que tradicionalmente han alimentado los flujos migratorios internos, o bien, la dirigen hacia las zonas urbanas que se activan en función a las dinámicas productivas dominantes, como las ubicadas en las franjas fronterizas con el Brasil.
UN PAÍS CON MAYORÍA DE POBLACIÓN URBANA
Cambio en la estructura demográfica
El Censo Nacional de Población y Vivienda de 1992 registró un cambio demográfico histórico: la población urbana superó en un 2 % a la rural, situación que había sido vivida por la mayoría de los países del subcontinente en las décadas anteriores. La tendencia se seguiría reforzando en los años siguientes, llegando, en el 2011, a un porcentaje estimado de 62.5% de población urbana.
El proceso de urbanización – aunque tardío, en nuestro caso – trajo consigo oportunidades y amenazas que se expresan en los planos social, político y cultural. La dinámica urbana densifica la red de relaciones interpersonales y ofrece la posibilidad de adscripción a grupos y colectivos, a través de los cuales la persona encuentra o construye referencias identitarias, sentido de pertenencia, canaliza demandas y reivindicaciones. Diversas organizaciones sociales urbanas están conformadas por inmigrantes provenientes de las áreas rurales, como los ocupantes de las zonas inundables, los pobladores de los bolsones de pobreza que reclaman el derecho a la vivienda digna, entre otros. Las movilizaciones en las ciudades visibilizan las demandas sociales, a nivel del gobierno y de los ciudadanos.
El acceso y la diversificación de las fuentes de información y de opciones políticas hace del citadino una persona más autónoma para tomar decisiones en el momento de elegir sus autoridades, sea en el ámbito de una organización civil o política, sea a nivel municipal, departamental o nacional. Esto ha permitido que propuestas políticas emergentes resultaran victoriosas en la capital y en el país, a pesar de que los grupos que las encabezaron no contaran con la estructura organizativa ni la capacidad económica de los partidos tradicionales.
La revolución informática induce nuevas conductas individuales y sociales: la telefonía celular e internet han revolucionado las comunicaciones, se crean redes y comunidades virtuales que comparten prácticas, gustos y lenguajes. Las movilizaciones se facilitan e intensifican, al disminuir sensiblemente los tiempos anteriormente insumidos por la comunicación interpersonal y la organización de una manifestación.
Los cambios en la estructura de la población están siendo acompañados por fenómenos sociales de fuerte impacto, como el aumento de la pobreza urbana, la violencia y la inseguridad, que amenazan la convivencia en las áreas más afectadas por las transformaciones físicas y sociales impulsadas por el aumento de la población que, en algunas ciudades del área metropolitana de Asunción, ha superado el 10% anual, la dispersión de las zonas residenciales que ocuparon suelos potencialmente productivos y la baja calidad de la oferta del transporte público, que induce la motorización privada, sea con automóviles o motocicletas.
Los principales centros urbanos paraguayos han asumido una imagen que combina referencias icónicas de la globalización, como los centros comerciales, y la periferización extensiva, anodina y despersonalizada.
El aumento de la población urbana ha ido instalando nuevas demandas políticas, como la de mayor eficacia en la gestión local, mejor infraestructura física, el incremento de la accesibilidad y la calidad de los servicios públicos. Posiblemente se avivará el debate público sobre la necesidad de una reforma urbana para combatir las causas de las desigualdades sociales y se podría desplazar el escenario de las luchas sociales del campo a la ciudad.