Bartomeu Melià, s.j.
El Decreto de 1848 es un triste hito de la vida independiente del Paraguay. No les dio ni libertad ni ciudadanía completa a los pueblos indígenas a pesar de lo que dice con sus hermosas palabras. Por el contrario es el anuncio y principio de lo que serán las políticas de Estado con los Pueblos indígenas desde entonces hasta ahora, que han sido de sistemática usurpación de sus territorios y bienes, discriminación social y negación de sus culturas.
Cuando el Paraguay llevaba apenas unos pocos años de independencia y cuando la nación había pasado ya por un período de terrible dictadura proclamada por el Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia, el presidente Carlos Antonio López declaraba en 1848 “ciudadanos libres a los Indios naturales de toda la República”. Los considerandos en que se basaba ese decreto son una manera de encubrir su verdadera intención. En parte era verdad que el “régimen de conquista”, es decir, el periodo colonial hasta 1811, fue un tiempo de engaños, de humillación, de abatimiento, de abusos de todo género y de privaciones, atribuidos al pupilaje bajo el cual habían sido tenidos los indios naturales, especialmente los guaraníes. Ahora, en 1848 el Decreto pretendía instaurar un tiempo nuevo de libertad; esto era laudable. El modo de llevarlo a cabo, sin embargo, tuvo efectos del todo contrarios.
Hay que tener presente que los pueblos de indios a los que se refiere el Decreto son las 21 comunidades en las que estaba todavía la mayor parte de la población paraguaya. Eran los pueblos antiguos de Guaraníes que fueron fundados a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII. Estos 21 pueblos eran Ypane, Guarambaré, Ita, Yaguarón, Atyrá, Altos, Tobatí, Itapé, Caazapá, Yuty, Belén, San Estanislao, San Joaquín, Santa María, Santa Rosa, San Ignacio, Santiago, San Cosme, Trinidad, Jesús y el Carmen –antigua comunidad de Encarnación o Itapúa–. Diez de ellos habían sido fundados por los conquistadores o por los franciscanos, los otros once eran de creación jesuítica, pero los padres jesuitas habían sido expulsados ya en 1768, y entonces se habían producido cambios notables en su gobierno y organización.
De este modo, esas comunidades presentaban características bastante diferentes, pero eran puestos al mismo nivel por el presidente López, como pueblos“que demasiado tiempo han sido engañados con la promesa fantástica de lo que llamaban sistema de libertad de los Pueblos”. Esta libertad y ciudadanía se haría efectiva, decía don Carlos Antonio López, haciendo desparecer la comunidad y los instrumentos de su gobierno como eran los Cabildos, los Justicias, los Corregidores y Administradores.
Lo curioso es que en los artículos mismos del Decreto apenas sale ya la palabra libertad, tan proclamada al principio. La preocupación es más bien determinar y definir otras normas y nuevas instancias de gobierno. Así entran en vigor las Comisiones que de hecho eran elementos de fuera para controlar la comunidad.
El artículo 21 puede ser tomado como centro y eje de todo el Decreto: “Se declaran propiedades del Estado los bienes, derechos y acciones de los mencionados veinte y un pueblos de naturales de la República”. Este artículo, sí, será aplicado inmediatamente.
Así el presidente Carlos Antonio López a través de este tristemente famoso Decreto del 7-X-1848 suprimió la institución del táva comunal, declarando extinta la “comunidad”, lo que permitía al Estado apropiarse y disponer de las tierras de “los 21 pueblos de indios”, a quienes se concedía -por irónico trueque- la ciudadanía. La asimilación de todos los habitantes del Paraguay en una única ciudadanía, negaba por vía de derecho positivo la realidad pluriétnica del Paraguay. Despojados de sus tierras, los indígenas se vieron también excluidos de la posibilidad de elegir y ser elegidos, ya que sólo podía ejercer este derecho quien poseyera algún inmueble en propiedad. La negación tanto de la identidad étnica, como de la posibilidad de organizarse socialmente atendiendo a un sistema propio sería en el futuro un presupuesto político por el que se guiarán y pondrán en práctica los distintos gobiernos. Esta será también una actitud constante de la sociedad dominante frente a los pueblos indígenas.
El francés Martín de Moussy en 1856, al hacer memoria de su visita al Paraguay, lanza contra López un duro juicio: “Es preciso no ocultarlo: el Paraguay de hoy es una inmensa Misión, cuyos mayordomos son el Sr. López y sus hijos, con la diferencia que los socios no están ni mantenidos ni vestidos, ni tienen sobre todo parte alguna en el beneficio general. Se comprende que el mecanismo de semejante administración es simple y poco costoso. Así es que el Paraguay ofrece ahora el espectáculo de un gobierno fabulosamente rico mientras que la Nación no tiene nada que comer”.
La Constitución de 1870, promulgada después de la Guerra de la Triple Alianza, cuando el Paraguay estaba todavía ocupado por los extranjeros, legalizaba una posición discriminatoria contra los indígenas, dando atribuciones al Congreso de “proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacifico con los indios y promover la conversión al cristianismo y a la civilización” (Art. 72, inc. 13), sin nunca jamás reconocer sus territorios. Dos grandes empresas, entre otras, se hicieron con una porción considerable del territorio nacional: la firma Carlos Casado, en el Alto Paraguay; y La Industrial Paraguaya S.A, en la zona de Alto Paraná.
Este tipo de legislación reflejaba y al mismo incentivaba una mentalidad y actitudes sociales tan discriminatorias e injustas contra los indígenas, que la Corte Suprema de Justicia tuvo incluso que recordar que “todos los indígenas, en su calidad de habitantes del territorio nacional, gozan, al igual de las personas civilizadas, de los derechos y garantías que las leyes reconocen a estas últimas” (Circular N° 1 del 3 – XI – 1957).
Vistas como parcialidades -ya nunca más como naciones– los indígenas son tratados como sobrevivientes en vías de asimilación a la única ciudadanía paraguaya. Aunque se habla todavía de la formación de “colonias”, el reconocimiento de la tierra indígena pasa a segundo plano, si es que es considerado.
La Constitución de 1992 en lo que atañe a los pueblos indígenas incluyó varios artículos verdaderamente revolucionarios, resultado de propuestas trabajadas por los mismos indígenas en diversos encuentros. Así quedó, por ejemplo, el Artículo 62: Esta Constitución reconoce la existencia de los pueblos indígenas definidos como grupos de culturas anteriores a la formación y constitución del estado paraguayo.
Consecuentemente, se tendría que haber reconocido sus territorios, pero apenas se les reconoce el derecho a la propiedad comunitaria de la tierra, y que el Estado se las proporciones gratuitamente. Sin embargo, estas disposiciones quedaron en letra muerta desde el momento en que la devolución de esas tierras dependían del pago de indemnizaciones a las expropiaciones. Compra de tierras para los indígenas e indemnizaciones por las expropiaciones han hecho prácticamente imposibles las devoluciones de tierras y territorios usurpados a los pueblos indígenas.
El espíritu del Decreto de 1848 de Carlos Antonio López, que se creyó competente para pasar a propiedad del Estado los bienes, derechos y acciones de los pueblos indígenas, sigue más actual que nunca, con el agravante de que el Estado dilapidó en un siglo y medio la casi totalidad de sus tierras y no está ya en condiciones de devolverlas a sus dueños.
Mientras tanto, se ha permitido en los últimos tiempos la creación de verdaderos territorios culturales y económicos autónomos, como son las colonias menonitas y las extensas áreas de tierra en manos de empresarios terratenientes muchos de ellos venidos de otros lugares, todo a costa de las comunidades indígenas y campesinas. El Estado, en una actitud suicida e irresponsable, no ha podido ni querido evitar “la depredación del hábitat, la contaminación ambiental, la explotación económica y la alienación cultura”, que afecta no solo a los pueblos indígenas sino a toda la nación paraguaya.